Contextualizado el fragmento de Fortunata y Jacinta (1887), proponemos un nuevo texto para practicar con nuestro singular ejercicio de localización y encuadre literarios.
Apuntemos de esta secuencia narrativa, las invariantes y los rasgos más reveladores del periodo al que pertenece.
Las compañeras de trabajo de Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz, entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba, añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo, el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado» para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los difuntos.
La escuela realista-naturalista
La secuencia textual propuesta pertenece a un cuento de Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 1852 – Madrid, 1921), una de las principales novelistas de la escuela del realismo literario, como ya vimos cuando analizamos su capital manifiesto: «Una cuestión palpitante», que se posicionaba en contra de muchos de las tesis y postulados del naturalismo francés de E. Zola.
El cuento al que pertenece la secuencia se titula “El indulto”. Apreciemos algunos rasgos significativos, como la linealidad narrativa, la mímesis y el sentido de la realidad plasmada en un relato fresco, vivo, de la anécdota y el desencadenante actancial.
Walter T. Pattison (“Etapas del naturalismo en España”, en Historia y crítica de la literatura española. Realismo y naturalismo (Tomo V), ed. a cargo de Iris M. Zabala, F. Rico (Coord.)., Barcelona, Ed. Crítica, 1982 ) la juventud naturalista, en particular Emilia Pardo Bazán, sostenía que la novela debía ser un estudio serio. Más importante era aún ofrecer una imagen verídica y cierta del modo de vida. En este sentido el narrador se siente un observador privilegiado de la realidad, no alguien que imagina las cosas desde la recreación ficcional.
Destaquemos, de nuestra parte y bajo nuestro punto de vista, los rasgos tremendistas de este relato, que exageran relacionados con la violencia y están insertos en un planteamiento naturalista-espiritualista, que rompe con las máximas cientificistas de E. Zola para deformar aspectos de la realidad, de una manera no tan “natural”, como podemos apreciar.
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