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¿Contextualizamos?

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    Inicio: la importancia de los textos cortos en las pruebas prácticas de los procesos selectivos

    He aquí un nuevo texto para preparar la parte práctica de las oposiciones . Un fragmento de este texto apareció en el nivel sintáctico, dentro de la parte práctica de la oposiciones de Lengua de Andalucía en la convocatoria de 2018.

    -No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

    La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo -¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!-. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro…

    ¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

    -¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano… ¡Pum!

    Y la mano ruda, deformada, de la madre plebeya caía sobre la cabeza pálida y afeitada al rape. Natario se sorbía las lágrimas, se guardaba el golpe -porque no era ignominioso- y volvía al obrador con más indignación depositada en el pecho. ¿Quién aprende, vamos a ver, si no le ponen tarea; si en vez de confiarle un cacho de suela remojada para batirla, solo le dan unas hojas de papel con que apremiar a la gente? A él no le encargaban sino que se llegase aquí o acullá, a casas situadas en barrios extraviados, a subir pisos y más pisos, para que le despidiesen con el encargo de volver a primeros de mes, cuando hay dinerete fresco…

    Así rompía Natario su calzado propio, sin esperanzas de adiestrarse en fabricar el ajeno nunca. Los pares de botas alineados en el mostrador, con sus puntas relucientes, cristalinas a fuerza de restregones de crema smart; los zapatos de alto taconcito y moño crespo, de seda y abalorio, parecían desdeñar sus afanes de artista. «No nos construirás nunca. Tú, a mal barrer el obrador y a atropellar recados.»

    Algo semejante a esto le decían los demás oficiales con sus burlas y chanflonerías. El aprendiz recadero era el hazmerreír, el tema jocoso de las conversaciones. Su huraña tristeza, su aire de persona herida por la suerte, daban larga tela regocijada a los intermedios de la labor, cigarrillo en boca. Le ponían motes efímeros -Papa Notario, el Tranvía- por irrisión de que ignoraba lo que era subirse a este popularísimo vehículo. Bien podría, como otros golfos, trepar a la plataforma y estarse allí hasta que le corriesen; pero a Natario le dolía, como sabemos, el punto de honra maldecido…

    En su sangre pobre, de chico escrofuloso y enteco por desnutrición, corría quizá una vena azul cobalto, algo que infunde al espíritu el temple de la altivez y no permite exponerse jamás a ser afrentado merecidamente… Sin razón, claro es que aguantaba bochornos y malos tratamientos… ¡Con razón, concho, con razón nadie había tenido qué decirle al hijo de su madre! Y el hervor de aquella indignación consabida se acrecentaba, y sus burbujas subían al cerebro del chiquillo, casi adolescente, alborotando sus primeras pasionalidades. Sus manos se crispaban, su garganta se contraía. Después, calmado el acceso, recaía en esquiva y pasiva obediencia.

    Le encontramos volviendo al taller, después de una de sus odiseas de entrega y cobro. ¡Qué rendido venía! Arrastraba los pies. Eran las seis de la tarde, y desde las once, hora en que su madre le había dado unas sopas de corruscos de pan flotando en aguachirle turbia, ningún alimento confortaba su estómago. Natario conocía el origen de su desconsuelo, del desfallecimiento angustioso que engendraba su cansancio; un mendrugo y una copa de vino lo remediaría… Otros chicos, en las calles que el aprendiz iba recorriendo, extendían la mano, contando cosas muy plañideras, y los señores, sin mirarlos les alargaban perros. «Si tiés hambre, ingéniate como los demás», era la imperiosa instrucción de la madre. Ingeniarse significaba pedir limosna o… Esto último no acertaba ni a pensarlo. Y lo otro, tampoco: una luz de la conciencia le mostraba que ambos recursos se asemejan y a veces se confunden.

    Él, Natario, viviría de su sudor, pero con la frente alta…, es un decir, y lo de la frente alta, una frase que jamás había pronunciado el chico; pero dentro de sí, Natario se hacía superior a la humillación de su inutilidad y pequeñez, con la certidumbre de no ser capaz -ni de trance de muerte- de «ingeniarse como los más», ¡mendigos o rateros!

    En el bolsillo de su raído pantalón, pesaban los cuartos de la cobranza, seis duros, cuatro pesetas, unos céntimos. Natario, por costumbre, deslizaba la mano frecuentemente, palpando las monedas, con terror de perder alguna, que se escurriese por agujeros invisibles del forro. Allí estaban; no se habían evaporado. Natario se detuvo a respirar, con el resuello corto y nublada la vista. Luego, de una arrancada desesperada, salvó las tres o cuatro calles que le separaban del establecimiento de su patrono.

    -¿Viene la cantidad? -los ojos encarnizados del zapatero interrogaban severamente.

    -Aquí la traigo…

    Entre las ansias del sobrealiento y el impulso irresistible de rendir pronto lo que no era suyo, Natario jadeaba. Risas sofocadas salieron del obrador, donde, silbando un tango verde, los compañeros cosían y batían suela. Hacíales gracia lo fatigoso que llegaba el bueno de Tranvía.

    -Oye, oye, guasón… ¿qué rediez me traes aquí? -interrogó el patrono, al recontar la entrega-. ¿Tú te has creído, sabandija, que voy a tomarte por buena moneda falsa?

    -¿Moneda falsa? -Natario repetía las palabras atónito, sin comprender.

    -¡Hazte el tonto!… ¡Buen tonto aprovechado estás tú! Te guardas el duro legítimo y me das el de plomo indecente. ¡A ver, venga mi duro, más pronto que la vista!

    Un lloro repentino, un hipo asfixiante, una queja que vibraba furiosa…

    -¡Es el que man dao! ¡El que man dao! ¡No man… dao… otro!

    La diestra nervuda y velluda del patrono descargó un revés en la mejilla macilenta del aprendiz, sofocado por las lágrimas y la rebeldía de su orgullosa honradez.

    -¡Agua va!

    -¡Apúntate esa!

    Eran las voces mofadoras de los verdaderos aprendices, de los que machacaban el cuero y tiraban del hilo encerado. El estallido del bofetón, el alboroto de la bronca, los distraían.

    -¡Por robar a tu maestro! -exclamó el zapatero violentamente, secundando en el otro carrillo.

    Natario no sintió el dolor del brutal soplamocos; las muelas le temblaron, pero ni lo advirtió siquiera. Allá dentro, en el fondo mismo de su ser, algo le dolía más, con punzadas y latidos intolerables: «Por robar…»

    En voz ronca, voz de hombre -que él mismo no conocía y le sonaba de extraño modo- lanzó a la cara de su opresor:

    -Usté no es mi maestro. ¡Yo no he robao!

    Y una interjección feroz y un conato de arrojarse al cuello de su enemigo… Un conato solamente; porque si Natario acababa de sentir en su espíritu la virilidad que reforzaba su voz, su cuerpo mezquino cedió inmediatamente: dos brazos fuertes le sujetaron, y puños enérgicos le contundieron, descargando sobre su pecho canijo, sus flacos hombros, sus espaldas precozmente doblegadas, lluvia de trompicones, mientras un pie recio, ancho, intentaba partirle la espinilla con reiterados golpes de los que hacen ver en el aire lucería de color… El niño, desencajado, apretando los dientes, reprimía el grito, el ¡ay! del martirizado; un hilo de sangre brotaba de sus narices magulladas por un puñetazo certero. El señor Romualdo, embriagándose con su propia ira, repetía:

    -¡Ladrón! ¡Estafador! ¡Venga el duro, o a la cárcel!

    Se cansó al fin de pegar, tomó un respiro, soltó al muchacho y se sentó, pasándose el revés de la mano por la frente sudorosa. Natario cayó inerte al suelo; los aprendices ya no reían; uno se levantó, y con el agua de remojar le roció las sienes. El chico abrió los ojos, se incorporó, tambaleándose, y con la cabeza baja se acercó al banco más próximo. Disimuladamente asió una herramienta afilada, una cuchilla de cortar suela, y volviendo hacia el maestro, que resoplaba en su silla, refunfuñando todavía para reclamar el duro, tiró tajo redondo, rebanándole mitad del pescuezo, del cual brotó un surtidor escarlata, mientras el hombre se derrumbaba sin articular un grito.

    Notas para la localización literaria: los elementos narratológicos del relato

    Esta secuencia pertenece al relato de Emilia Pardo Bazán, titulado «Un duro falso». La imitación del registro vulgar, el detalle, la técnica del objetivismo (un objetivismo naturalista del que doña Emilia renegaría en su vertiente zolesca. Véase su tratado literario: La cuestión palpitante ), etc.. son rasgos inconfundibles del «naturalismo espiritual» en el que se movió la autora.

    La importancia de La cuestión palpitante (1882) en el panorama novelístico de la época. Un ensayo singular.

    Esta obra será un revulsivo al planteamiento científico, objetivista y determinista de la novela, tal y conforme venía ofreciéndose hasta el momento. Ya ofrecimos un fragmento de dicha obra en otra entrada, a propósito del papel de la literatura y la novela en la representación científica de la realidad. La novela, como la fisiología o la física se atiene a unas reglas científicas definidas:

    Tenemos química y física experimentales; en pos viene la fisiología, y después la novela experimental también. Todo se enlaza: hubo que partir del determinismo de los cuerpos inorgánicos para llegar al de los vivos; y puesto que sabios como Claudio Bernard demuestran ahora que al cuerpo humano lo rigen leyes fijas, podemos vaticinar, sin que quepa error, la hora en que serán formuladas a su vez las leyes del pensamiento y de las pasiones

    El realismo naturalista de Emilia Pardo Bazán

    Los innovadores naturalistas, seguidores de la estela del maestro de escuela, Émile Zola, tropezaron con una enérgica oposi­ción. Un aspecto intrínseco e importante de la polémica literaria eran las nociones contrapuestas que las generaciones más antiguas y más jóvenes sostenían en cuanto a la naturaleza y objetivos de la novela.

    La ju­ventud naturalista-en particular Emilia Pardo Bazán- sostenía que la novela debía ser un estudio serio. Más importante era aún ofrecer una imagen verdadera de la vida. En consecuencia el escritor debía ser un observador, un testigo de lo que había visto. No alguien que imagina cómo son las cosas. La «novela idealista» de la generación precedente era anatema para ellos. Para comprender la nueva nove­la desde una perspectiva justa hay que situarla ante el telón de fon­do del pasado.

    La novela como género literario predilecto de la escuela del realismo literario

    El texto propuesto para el análisis pertenece al género del cuento corto. No obstante, en España, como en cualquier otro país, la novela era el principal de los géneros de consumo popular. Para la costurera y el empleado pú­blico era como un opio, una escapatoria de la grisura de la realidad.

    Convertirla en un estudio concienzudo sin perder a su público lector era un sueño casi irrealizable. Al fin y al cabo, el novelista tenía que vender los suficientes libros como para poder vivir. El editor no quería tener su almacén atestado de ejemplares invendibles. El gusto -o la falta de gusto- del público era un factor que debía tenerse en cuenta, aun cuando un autor opinara que un estudio serio beneficiaría más al lector que la literatura escapista.

    Historia de la recepción del género novelístico en la literatura realista

    Si dirigimos la vista hacia la historia de la novela española en el siglo XIX, hay una serie de hechos que destacan claramente. En primer lugar el público lector aumenta de un modo considerable, debido al gran retroceso del analfabetismo. A comienzos del siglo alrededor del 94 por 100 de los españoles eran analfabetos, mientras que sólo podían considerarse como tales un 66 por 100 hacia el año 1900.

    Además, la población pasó de unos diez millones y medio de habitantes a dieciocho millones y medio, con lo cual el público lector potencial sufrió un enor­me aumento. Las mujeres fueron sobre todo las que se aficionaron a la lectura de novelas esrnpistas. Un porcentaje mucho más elevado de la población vivía en ciudades, en las que su jornada laboral, aun siendo larga y habitualmente monótona, no siempre les dejaba tan agotados como a los trabajadores agrícolas. Entre los moradores de las ciudades, ya fuera en reuniones vespertinas, ya incluso en las horas de trabajo en un taller de costureras, no era infrecuente que alguien que dispusiera de un poco más de instrucción leyese en voz alta para todos los demás el ca­pítulo correspondiente de un folletín.

    Conclusión: defensores y detractores de la novela naturalista

    Otros escritores de la antigua generación -por ejemplo, Alarcón y Pereda- reaccionaron horrorizados contra la «inmoralidad» de los temas y las descripciones naturalistas. [ … ]. Y sobre todo después de que Emilia Pardo Bazán publicase su Cuestión palpitante -primero como una serie de artículos periodísticos en La Época, entre noviem­bre de 1882 y abril de 1883, luego en forma de libro en 1883- estalló la polémica entre los oponentes y los defensores de la nueva escuela. La división entre los dos campos correspondía exactamente a la línea que separaba a los tradicionalistas de los liberales, una división del cuerpo político español que se encuentra en todo el si­glo XIX y que dura aún en nuestros días.

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